jueves, septiembre 15, 2005

Madreselva (parte 2 de 3)

Caríode eligió la torre de la derecha para acceder al complejo. No por nada personal, sino porque sabía que esa era la única torre que poseía puerta de entrada que conectaba el paso desde la orilla a ella. La otra no tenía. Ni de entrada ni de salida. Después de todo, no le hacía falta. En la torre izquierda era donde se realizaban las ejecuciones de los condenados, y la única entrada a ella era por el paso central, el puente acorazado.
Si se piensa, es un recorrido muy lógico: los presos ingresaban en la torre de la derecha, allí se los juzgaba y se los mantenía hasta llegado el día d, cuando serían obligados a pasar por el terrible puente central que comunicaba con la torre de ejecuciones. Y de allí nunca más salían. Por ello no había puerta al final del paso de la izquierda.
Por la villa se rumoreaba que los cadáveres de los reclusos, decapitados, eran llevados a los sótanos y sus cabezas arrojadas a la laguna. Pero esto no era más que una leyenda de pueblo, y Caríode no estaba interesando en demostrar su veracidad, o desmentirla. El venía por algo muy distinto. No venía a por detalles escabrosos. Venía a por algo de mucho más valor para él.

Tras recorrer el imponente puente que atravesaba la laguna hasta la torre, el joven comprobó que la gran puerta de acceso a la prisión se encontraba cerrada, pero sin cerradura. Seguramente, con un poco de empuje se abriría.
Nadie recordaba ya quién había robado el gran pomo. Seguramente fue algún pobre desesperado durante la época de los saqueos, justo después de las guerras. Seguro que quien lo hubiese robado habría logrado una gran fortuna, ya que aquel picaporte era de oro macizo y pesaba cerca de siete quilos.

El muchacho se apoyó contra el portón blanquecino, esbozó una mueca al notar la mullida capa de musgo en sus mejillas, y empezó a empujar. La puerta era pesada, y las bisagras se encontraban oxidadas por la humedad, de forma que comenzaron a emitir un sonoro chirrido cuando comenzaron a ceder ante la fuerza de Caríode. El joven se vio obligado a empujar utilizando todo el peso de su cuerpo hasta conseguir una abertura lo suficientemente grande como para poder colarse dentro. Cuando por fin logró entrar, emitió un jadeo de cansancio, se inclinó un poco y apoyó las manos sobre las rodillas. Aun cansado por el esfuerzo, Caríode miró a sus espaldas. Toneladas de mármol macizo tallado con infinidad de estatuillas que representaban de diferentes formas los castigos de los siete pecados capitales adornaban la parte interior de la puerta. Con razón nadie logró escapar de allí nunca…

Tras sacudir un poco la cabeza para despejarse, el joven se incorporó y reanudó la marcha, dejando la puerta entreabierta.

El edificio se encontraba sorprendentemente vacío. Los saqueos habían acabado por hacer desaparecer cualquier signo de riqueza de allí dentro, y la única belleza que podía distinguirse era el de los contrastes de los distintos tipos de mármoles que decoraban a modo de dibujos las paredes.

Caríode no pudo evitar detenerse frente a una columna de mármol rojizo, y admirarla con mudo asombro. Las líneas de la roca rojiza pulida daban la sensación de estar frente a una víscera cortada y gigantesca. Una imagen grotesca y terrible, muy acorde con el sufrimiento y la tortura a la que fueron sometidos los presos hacía años. El muchacho, algo intimidado, echó una ojeada al amplio recinto desde su posición. Los juegos de colores de los diferentes mármoles daban rienda suelta a la parte más macabra de la imaginación. Rojos surcados de líneas blanquecitas, blancos brillantes invadidos por punteaduras negras, paredes con degradados de azules surcados por fibras rojas, cada vez más abundantes… al parecer los soldados de la prisión se encargaban de hacer desear a los reclusos el pasar a la torre de al lado.

Caríode tragó saliva y volvió a andar, ansioso de salir de allí cuanto antes. A pocos metros de distancia, pudo divisar la modesta puerta de madera de ébano, custodiada por dos esculturas de ángeles decapitados.
Mientras se acercaba a ella, el muchacho se percató de las hondas del suelo: cual hoja de papel, el frío piso había acabado cediendo tras siglos de humedad retenida y ahora se mostraba formando hondas, agonizando y luchando por escapar del agua que cada vez lo engullía con más ansia. Las torres se hundían. Y en un futuro desaparecerán para siempre bajo las profundidades de la laguna, y con ellas miles de gritos almacenados entre las macabras paredes de mármol.

Caríode abrió sin problemas la puerta de acceso al puente central. Tampoco tenía pomo.
Mas, durante unos segundos, dudó. Llevaba mucho tiempo planeando ese momento. El momento en que por fin accedería al puente. Pero ahora, al estar ante él, una oleada de miedo se apoderó de sus sentidos y el sentimiento de los miles de reclusos que antaño se detuvieron igual que él ante esa puerta lo invadió por un instante, achicando sus ansias de pasar. Sin embargo, de entre todos aquellas almas atormentadas, almas que llegaron a sentir verdadero pánico a aquella puerta, había una que le instaba a entrar. Una que, en lugar de agarrarlo fuertemente por los brazos para impedirle acceder a aquel lugar de perdición, le dio una suave palmada en la espalda para que por fin diera el último paso que le quedaba para encontrarse con ella…


- Si la paz te traiciona, morirás como una víctima. Si eres tu el que traicionas a la paz, morirás como un criminal.


Caríode abrió la puerta de un tirón y se adentró de un salto. Una vez en el puente, cerró la puerta a sus espaldas y se apoyó con fuerza sobre ella, sin atreverse a mirar hacia delante, dándole la espalda a aquel corredor.
- Calisto…
Y, durante unos segundos, el dulce olor a madreselva lo abrazó desde el pasado…

- ¡Pero eso no es justo!

- Nadie dijo que lo fuera.

- ¡Yo no quiero morir aun! ¡No deseo vivir en paz!

- ¿Prefieres entonces la guerra? ¿es eso lo que deseas?

- Al menos en la guerra no eres un criminal por tratar de defenderte.

- Ah, pero mueres igual. ¿No decías que no querías morir?

La miré durante unos instantes, con el entrecejo fruncido, haciendo un pucherito y sin comprender. ¿Estábamos entonces en una trampa? Yo no quería vivir así…
Ella me sonrió entonces, afable, y colocándome una mano cálida sobre la cabeza, me alborotó el castaño y espeso cabello.

- No te angusties, Caríode. No siempre la paz es malvada.

Suspiré flojito, y sonreí para mis adentro. Era lo que esperaba oír. Lo que necesitaba oír… ella siempre sabía cuando decirlo.

- ¿No?

- No –afirmó ella- No toda. Hay otro tipo. Otro tipo de paz. Una paz verdadera, buena y dulce, que acoge en sus brazos la vida de toda criatura y la mece como una madre a sus hijos.


- ¿Y donde está esa paz, hermana?

Me volvió a dedicar una sonrisa, aquella sonrisa tierna que yo tanto quería.
Apartó entonces su mano de mi cabeza, y se recostó a mi lado entre las madreselvas.

- Caríode…

- ¿Sí?


- Dime… ¿cómo te sientes ahora…?


El muchacho cerró fuertes los ojos, y apartó los recuerdos de su pensamiento. Con un suspiro, se giró por fin, y miró de frente. El pasillo no era muy largo, y al fondo podía verse la segunda puerta de ébano, que comunicaba con la torre izquierda. Pero Caríode no pasaría por ella. Ya había llegado a su destino.
El punte del Susurro, la pasarela de los condenados.
Era un recinto completamente cerrado, con un techo tosco recubierto de cerámica y paredes carcomidas por la humedad. Era como un enorme tubo cuadrangular, sin adorno ninguno, dejando pasar la luz tan solo por una modesta ventana en la pared derecha.
El joven miró hacia esa ventanita con tristeza. Se acercó a ella, y observó el exterior. Contempló entonces una imagen hermosa, en donde la laguna brillaba bajo los destellos del sol de la tarde, emitiendo brillos con cada una de sus partículas de sal. Al fondo, Caríode pudo distinguir las dos enormes rocas negras, que también brillaban bajo los últimos rayos de sol, y el pequeño reguerillo que moría en la orilla de la laguna. Una imagen digna de un bello cuadro. Y era también la última imagen para aquellos que pasaron por ese pasillo hacia la puerta de la torre de la decapitación.

El muchacho apoyó entonces los antebrazos en el alféizar, y esperó. Esperó a aquella que aun permanecía oculta en aquel puente de desesperación, aquella que guardaba lo que él andaba buscando. Y lo que quería recuperar.
Esperó a Ariatte, la Diosa de los Suspiros…

- ¿Sabes quien es la Diosa de los Suspiros?

- Claro que lo se, Calisto, ¡nos hablan de ella en la escuela!

- Oh… ¿y crees que algún día podrás verla?

- … Yo espero que no...


Caríode sonrió, y apoyó la cabeza sobre los brazos, aun observando la lejanía. Ahora solo tenía que aguardar.

Mas no pasaría mucho tiempo hasta que ella se apareció. Al poco rato de haberse acomodado en la ventana, comenzó a llegar la brisa… una brisa suave y cálida. Una brisa que no provenía del viento que se colaba por la ventana, sino del interior del propio puente. Una brisa formada a partir de miles de suspiros…
El joven se dio la vuelta y miró a sus espaldas. Allí se había formado un pequeño remolino de viento, que poco a poco fue tomando la forma de una joven y bella mujer, de la cual se contaban leyendas y se cantaban canciones en su villa desde que no era más que un niño.
La mujer terminó de definirse cuando la última brisa se acomodó en su cabello. Un cabello largo y espeso, casi translúcido, pues al igual que el resto de la figura estaba formado únicamente de viento, siendo su única consistencia las diminutas partículas de sal provenientes de la laguna.

Y allí estaba ella, la Diosa formada por miles de los pequeños susurros emitidos por los condenados que, antes de pasar a la saga de decapitación, recorrieron aquel puente, y apoyándose en la ventana suspiraban al ver tan bella imagen de un mundo que iban a abandonar para siempre.

Ariatte, la Diosa formada por los últimos susurros de aquellos destinados a morir, aquella que custodiaba los últimos suspiros de los sentenciados, para poder proteger así su constancia en el mundo que pronto los olvidaría.

La Diosa de los Suspiros.

Caríode contempló con admiración, aunque sorprendentemente calmado, como la diosa abría sus ojos opacos y le dedicaba una mirada triste. La única mirada que podía conocer un ser creado a través del último aliento de los condenados.

- Hace mucho que nadie viene a verme, joven señor –dijo la diosa entre ecos- soy Ariatte, y guardo los suspiros de aquellos que fueron condenados por sus hermanos a una muerte prematura. Yo guardo sus últimas palabras, sus últimos deseos. Yo custodio la única permanencia que les queda en este mundo.
Dime, joven señor, ¿deseas algo de mi?.

Caríode respiró hondo, pese a que no estaba nervioso. El hecho de haber llegado hasta allí le había dado las fuerzas necesarias para afrontar la aparición de aquella diosa de tristeza y muerte.
Tenía que recoger algo, y tenía que hacerlo en ese momento.

- Ariatte –dijo el joven- Se que tu cuerpo está formado por los suspiros de los condenados, por ello tal vez no es justo que yo te pida esto, pues si te desprendieras de esos suspiros tu forma y existencia perderían nitidez.- Al llegar a este punto, el muchacho hizo una pausa, esperando ver la reacción de la diosa. Pero ella no varió su expresión, y continuó observándole sumergida en el viento suave que la rodeaba. Caríode, tras inspirar un segundo, continuó- He recorrido este camino para que me entregues algo que tengo derecho a reclamar.

La Diosa lo miraba sin decir nada. Caríode no pudo soportar aquella mirada cargada de pena, y acabó por bajar la vista ante los tristes ojos de Ariatte.

- Diosa, por favor te lo suplico, -pidió con voz apagada- dame el último suspiro de mi hermana mayor, condenada a pasar por este puente hasta un injusto destino hace ya diez años.
Dame el último suspiro de Calisto.

6 comentarios:

  1. Me encanta :_____)
    Casi podría decir que me meto dentro del relato. xDDDD
    Se sale, sigue así, por mi como si son 40 trozos, que si son iguales que estos dos... yo encantado ^_^

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  2. jeje, gracias! ^^
    perdonad si se hace un poco largo... se que puede resultar pesado leer algo tan tocho en la pantalla ^^UU

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  3. Maravilloso, simplemente maravilloso... El hecho de que exista una diosa formada por los lamentos de los condenados y que en su forma guarda las últimas palabras de éstos es brillante.
    La verdad es que me ha sorprendido el final de esta segunda parte... atento estaré para leer la tercera. ;)

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  4. Hmm... ¿el puente de los Susurros está basado en el de los Supiros de... Venecia, era?

    Veamos como acaba la cosa, que está muy interesante! =)

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  5. yo tambien pense en el puente de los suspiros de venecia cuando lei lo del puente ese,

    la historia esta muy bien, pero no creo que el chico deba pedir el ultimo suspiro de su hermana, porque como has dicho los suspiros de los que esta hecha la diosa son de tristeza y desesperacion, y ese no seria un buen recuerdo de ella , (es una opinion personal eh, es tu historia y la estas llevando muy bien :3)

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  6. es que es el puente de los suspiros de Venecia ^_^ Explicaré todo lo relaciado con esta historia en un post cuando la termine. Pero sí, todos los ambientes descritos aquí estan inspirados en lugares reales, en Venecia.

    Sobre lo de recoger el último suspiro... bueno, sí, los suspiros que guarda la diosa son los de lamentación y tristeza. Los guarda porque, al ser criminales, todo el mundo se olvida y los "borran" de su memoria al morir, ya que no suscitan ningún aprecio en la sociedad. Pero ella los guarda por si acaso alguna vez alguien los recuerda y no desea borrarlos.
    Los suspiros de los condenados son como la última seña de identidad para ellos. Como una lápida o una urna con cenizas, que a todos ellos se les negó.

    De todas formas, a ver si termino la última parte y os explico todo el barullo... :)

    gracias por leerlo, jo... :_)

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