Había que recorrer la colina y atravesar los inmensos campos de madreselva que lo separaban de la casi abandonada villa. Lo cierto es que ya prácticamente nadie se pasaba por allí. Era un lugar decadente, frío y triste, un paraje que perdió toda su antigua belleza tras largos siglos de olvido. Ahora, la gente que había conseguido reunir la suficiente curiosidad como para acercarse de nuevo, asegura que se encuentra bajo el yugo de siglos y siglos de abandono, agonizando en el mar de lágrimas y lamentos que se formó cuando los aldeanos aun se acercaban allí para verla. Para verla a ella…
Según decían, el blanquecino brillo del mármol se encuentra bajo una gran capa de negrura, los pilares de roble ahora están carcomidos por la humedad y las gloriosas estatuas, esculpidas con gran maestría por los artistas de la época, ahora se encuentran ocultas bajo miles de colonias de mohos y musgos. Pero la gente aun asegura que ella sigue allí. Siempre está allí.
Caríode se encontraba en aquellos momentos frente a la colina, observando la lejanía. Nunca le habían prohibido ir a aquel lugar, ya que en realidad no era un paraje peligroso. Los delincuentes tomaron el lugar como sagrado, y nunca hacen fechorías allí. Ni siquiera se acercan a él.
El muchacho miró unos segundos a sus espaldas, hacia la villa. Su casa podía verse perfectamente. Después de todo, era una villa muy pequeña, y allí todos se conocían entre todos. Durante unos segundos, quedó mirando en aquella dirección, sospesando las posibilidades.
Estaba claro sus padres no le reñirían, pero tampoco estarían muy contentos de que fuera a aquel lugar él solo. Pero Caríode estaba convencido de que si les pedía que les acompañara al final le tocaría aguantar resoplidos de disgusto y continuos y persistentes “vámonos ya, hijo” cada dos segundos, lo cual provocaría una marcha prematura que le haría desear una vez más el regresar para poder visitar aquello con más tranquilidad. Además, tenía más razones para ir, no solo hacer una visita formal. Quería pedirlo. Pedir lo que sus padres se han negado siempre a buscar. Quería pedírselo a ella.
Con un pequeño resoplido, Caríode dio un salto y se adentró en la colina, andando a paso ligero. No quería que le vieran los de la aldea. Luego vendrían las preguntas…
La colina no era muy pronunciada, y teniendo en cuenta que el chico no iba despacio, pronto la dejó atrás. Una vez dentro del campo de madreselva, Caríode comprobó con un suspiro que desde allí las cabañas se veían muy reducidas. Cualquier persona que mirara desde allí hacia él no lo vería más que como un puntito entre el inmenso verde.
Caríode suspiró, y miró hacia el campo. Aquello le iba a tomar más tiempo de atravesar… Los bastos campos de madreselva eran el orgullo de la villa, constituyendo grandes mantos verdes salpicados por miles de pequeñas flores blancas y rosáceas, cuyo aroma inundaba el aire fresco y puro. A más de uno le entraba sueño al adentrase en aquellos parajes, y se recostaba sobre la mullida colcha de madreselva, que acogía sin distinción a cualquier ser vivo que decidiese tumbarse allí, junto a las flores.
Pero Caríode no estaba allí para embriagarse con la belleza del campo. Debía atravesar todo aquello hasta llegar a la laguna. Seguro que allí aun se encuentra la barca de remos. Hacia ya muchos años que nadie atravesaba aquel lago…
El joven caminó más tranquilamente por los campos, respirando el aire y disfrutando un poco de la paz que por allí se respiraba.
Caríode se detuvo al recordar estas palabras. Pero fue solo un instante. Luego, retomó el paso. Esta vez, más deprisa. Necesitaba llegar a aquel lago cuanto antes…
El joven Caríode necesitó un cuarto de hora más para atravesar los hermosos campos y llegar por fin al cristalino lago. Estaba limpio. Limpio y freso. Símbolo de que la gente ya nunca se pasaba por allí… Sin embargo, el muchacho se sorprendió al ver el pequeño paso de madera que habían construido para poder cruzarlo.
No había barca.
Solo un pequeño paso de madera. Y no estaba carcomida, lo que quería decir que no llevaba allí mucho tiempo.
Caríode se acercó, algo dudoso al principio. Pero luego, tras pensar un poco, vio que era muy lógico.
Una barca en un lago en donde nadie ya pasaba era un robo fácil. Posiblemente, por allí habrían pasado infinidad de barcas, que poco a poco fueron tomadas por manos ajenas. Posiblemente, estas manos ni siquiera eran manos de ladrones, sino más bien de gente humilde que veía una barca que nadie usaba y decidió adoptarla.
Las autoridades al final optaron por hacer aquel paso para aquellos que aun quisieran acercarse allá. Un simple paso de madera… ¿para qué esforzarse más? Por allí nadie pasaba. Solo Caríode.
El chico cruzó el pequeño lago, admirando los nenúfares que habían decidido establecer allí su hogar, rodeados de juncos y croares de ranas. No tardó en atravesar la extensión de agua. Tal vez, en otros tiempos, aquel hubiese sido un lago imponente, pero ahora no era más que una charca grande. De cualquier forma, aun conservaba el pequeño reguerito.
El reguero de agua, que anteriormente fuese río.
Caríode bajó del paso de madera de un salto y buscó el pequeño riachuelo que surgía del otro lado del lago. No tardó en encontrarlo. Era pequeño y circulaba por un cauce mucho más grande de lo que un reguero como él podría haber originado. Esto era signo de que, antaño, el pequeño reguerillo fue un cristalino río en donde los niños jugaban con sus barquitos de cáscaras de nuez, haciendo carreras para ver cual de ellos llegaba antes a la meta. Una meta que Caríode también buscaba en aquel momento.
Caminó a paso ligero junto al ríachuelo, cuya corriente hacía de guía a los viajeros. Caminó y caminó, siempre pegado a aquel pequeño reguero de agua que, agonizante, continuaba ejerciendo su papel de acompañante con orgullo, al parecer feliz de que por fin alguien lo reclamara tras tanto tiempo de olvido.
Caríode no supo cuando tiempo se mantuvo frente al pequeño río. Atravesó campos de gramíneas, mucho más feos que sus madreselvas, parajes llenos de rocas húmedas, que posiblemente alimentaran a aquel río al obtener aguas de algún pequeño acuífero en profundidad, y pasó por delante un espeso bosque de abedules, virgen de la mano del hombre. Caríode sonrió. Realmente nadie había pasado por allí en mucho tiempo…
Y entonces llegó al acantilado. Y Caríode se detuvo. Era inetable. Nunca lo había visto…
Frente a él de alzaban dos portentosas torres de roca volcánica, que en otros tiempos formaron una sola que fue partida limpiamente por la mitad, como si se tratara de una enorme almeja abierta puesta en vertical. Por el centro de estas dos enormes estructuras naturales, negras como la noche y brillantes debido a millones de pequeños trozos de cuarzo incrustados entre las rocosas paredes, se encontraba el guía, su pequeño riachuelo, que fluía emitiendo el chapoteo aumentado por el eco, simulando un torrente de agua que lo instaba a seguir en esa dirección.
A Caríode le costó aceptar que aquel enorme surco en la grandiosa montaña hubiese sido provocado por el poder erosivo de aquel pequeño río, que, tenazmente, sin decaer nunca, había ido abriendo el paso durante millones de años en la negra roca para mostrar el camino a seguir.
El camino hasta ella.
El muchacho inspiró fuerte, y se adentró en la grieta. Una ráfaga de viento fresca lo recibió, acompañada por el suave crepitar del agua. El ambiente era húmedo y las paredes emitían destellos, revelando el paradero del cuarzo. Caríode comprobó que la grieta, si bien profunda, no era muy larga, pues podía atisbar sin dificultad el otro lado.
Y entonces el joven se impacientó. Una descarga de adrenalina recorrió su joven cuerpo, y, olvidando la fascinación inicial por aquel gigantesco cañón, corrió impaciente entre las dos enormes montañas, que no eran sino rocas gigantescas, ansioso por alcanzar por fin el lugar en donde encontraría lo que había deseado desde hacía años.
Caríode se detuvo al llegar al final. Sus ojos se abrieron de par en par, se le erizaron los cabellos y no pudo resistir un suspiro de genuino asombro.
Delante suya se hallaba la laguna más grande que jamás hubiese podido ver en su joven vida. Una laguna que bien podría haber afirmado que era el mismo mar, si no fuera porque podía intuirse la otra orilla en la lejanía, además de que los antiguos habían asegurado encontrar sus límites a ambos lados, tras recorrer previamente varios kilómetros. Pero no fue la laguna lo que más sorprendió al joven, si no la estructura que se alzaba justo en el centro de ella, sobre las aguas.
Dos inmensas torres, anchas y plagadas de ventanas, se alzaban justo en el centro de la enorme extensión de agua, una al lado de la otra, pero separadas varios metros entre ellas. De las puertas de estas dos torres salían dos caminos vallados de mármol y granito, que atravesaban la laguna, rozando el agua, y llegaban hasta la orilla en donde él se encontraba, facilitando el acceso a una o a otra.
Y, entre ambas torres, como única medida de conexión, se encontraba el lugar que él andaba buscando. El sitio olvidado por muchos, sumido en la tristeza y desesperación de los que por allí pasaron, años atrás. Allí estaba el puente, el puente de mármol blanco y brillante. Un puente que se alzaba entre ambas torres, sin rozar las aguas, comunicándolas entre ellas y siendo el único paso posible para pasar de una a la otra. Era un puente cerrado, casi acorazado, pues solo había una ventana en aquel pasillo que pudiese iluminar un interior de tristeza, odio y muerte.
Caríode apretó los puños, intentando relajarse. Sabía lo que eran aquellas torres. Sabía lo que representaban y el porqué nadie deseaba volver allí.
Pero ya había llegado. Y no se iba a marchar sin lo que había venido a buscar…
Genial cuanto menos... Perfectas descripciones, como siempre. Uno puede sentir realmente el lugar por el que Caríode se mueve.
ResponderEliminarEso de la paz mentirosa... El ser humano parece que, por naturaleza, está condenado a no "aburrirse" y buscar una manera, lo más bestia posible si puede ser, de "entretenerse". Claro que el ser humano nunca ha conocido la auténtica paz... si es que algún día llega a conocerla.
Veremos cómo termina el relato. :)
chico solo que camina por un bosque por el que nadie va, si no supiera que esta es una de tus historias pensaria que se lo comian los lobos
ResponderEliminarMola la última frase, la de traicionar a la paz =)
ResponderEliminarVeamos como sigue la cosa ^^
jeje, gracias! ^//^
ResponderEliminarpara la segunda parte dadme un par de días... ;)
Me uno a los elogios y a la petición unánime de que la segunda parte llegue lo antes posible.
ResponderEliminarEscribes MUY bien, y no es peloteo.
Argh... ¿qué pasa ahora con el chatter, que no me deja escribir nada?
ResponderEliminarPermíteme que ose utilizar este hilo para "spamear" mi blog nuevo (sólo por esta vez y sin que sirva de precedente):
http://japonesconkatsu.blogspot.com
Hala, yatá.
Una historia muy prometedora, nos has dejado con las ganas de ver como continua :-D
ResponderEliminareeem... pa que van a ser tres partes al final... ^^U
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